La intensa espera de A.F.

Apenas bajó el vidrio empañado por el frío, del lado del acompañante. Volutas de humo levitaban en dirección a la salida, marcada por una franja tan estrecha que no pasaría el dedo meñique de un recién nacido. Se recostó sobre su lado izquierdo y se acercó al pasacasetes para modular el sonido de una radio mal sintonizada; la zona en la que se hallaba no era de ayuda para captar ondas. No esas, las únicas positivas que podían darse el lujo de irrumpir en aquel páramo citadino, escasamente alumbrado, oculto entre rascacielos afiebrados durante las horas solares. Absorbidos de nocturnidad al despuntar las sombras, agazapadas como felinos hambrientos a la espera de una presa confundida.

Las ciudades, las medianas, enormes, gigantes, esas que abarcan sobrepasando su propios límites geográficos no establecidos, las mismas que se alimentan de lo que desechan, de los humores mezquinos de los habitantes que pretenden escaparse a paraísos artificiales donde lo natural reine y no dé espacio a la saturación ficticia de creaciones monstruosas, de miles de escalones, toneladas de hierro, hectolitros de cemento. Comarcas excedidas, ampulosas por mérito propio y ajeno, callejones hediondos pululando los fracasos que se deben ocultar bajo la alfombra de asfalto, no sea que queden a la vista de los demás transeúntes moralmente intachables, probos hombres, y mujeres, que de noche sólo cenan, acuestan a sus niños, se atiborran de televisión de calidad dudosa, fantasean con lo que no tienen a su lado, reculan por un instante, retoman sus débiles convicciones, y se van a la cama sabiendo lo buenas personas que han sido. Una jornada más. Una noche menos.

Es una falacia atroz eso de que las ciudades nunca duermen. Por lo menos está no. Demasiado quieta, anquilosada y meditabunda, transmite una parsimonia que conduce al error. Pura fachada para un distrito metropolitano cargado de una libido mal encauzada, a punto de estallar en el rostro de cualquiera que la pise. ¿Por qué ir a contracorriente, desbancar horarios, pervertir ritmos, cancelar comodidades, eructar pesares adquiridos en un oficio proclive al equivoco, como mínimo, en el mejor de los casos, cuando no una herida incómoda, un moretón obsceno, una bala en alojada en el sitio menos oportuno de una anatomía al borde del barranco?

Apagó el undécimo cigarrillo. Pispeó por el retrovisor, con la esperanza de que la pantomima acabara antes de las 4.30. Olisqueó el aire de una noche húmeda que no llegaba a ser helada, y así y todo lo intentaba con esmero. Deslizó su mano izquierda por dentro de la gabardina, donde recordaba, le parecía, haber dejado la petaca, diminuta para una sed que nunca terminaba de aplacarse. Hacer favores cuesta caro. Y cuando son obsequiados a una femme pueden multiplicarse a una potencialidad difícil de imaginar, únicamente domada por el destello de una sonrisa sutil, o la nostalgia de una fragancia, un perfume que huele a pasado, porque el presente es vacío y el futuro una falacia naif.


Eze Iraizoz

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