ALMA MATER
Limita por todos sus wines,
menos el que da al Río de la Plata, con la provincia que indecorosamente lleva
su mismo nombre, no por copia sino por arrebato anticipatorio del destino y
que, presa de su confusión o de la picardía por el homónimo que explotan los
habitantes del otro lado e inculcan en terceros, los extranjeros –tanto como
ellos- confunden con la república
aspirada a diario por los autóctonos de esas inmaculadas calles tapizadas de
asfalto, veredas con baldosas flojas o rotas, excrementos de variedades amplias
para ‘la cartera de la dama o el bolsillo del caballero’ regados cual campo
minado a la espera de un incauto transeúnte, quizás de más allá de estos pagos,
pues se aceptan todavía migrantes pasajeros y/o permanentes en esta Tierra Santa, que detone el regalo
biológico desechado por un cuadrúpedo canino, y olvidado (no con malicia, es
que el apuro reina en esta urbe y sus ciudadanos de bien no pueden permanecer
ajenos al ritmo del gran reloj cotidiano que los rige) por hombres y mujeres de
pura cepa.
Se los denomina porteños, no sabemos si porque tienen puerto como en
otras muchas capitales del planeta al que pertenecen o porque crearon el
gentilicio para diferenciarse con elegancia y estilo, pero no demasiada
originalidad, de sus nefastos vecinos del conurbano; exacto, el peor insulto
que puede dirigírsele a un nacido (y criado) entre edificios de corte francés,
caserones españoles, conventillos italianos y talleres clandestinos con ‘bolitas’ engrilletados a sus puestos de
labores textiles –sí, el ingenio para apodar a otras razas que arriban desde
tierras lejanas para someterse de pleno a la supremacía citadina es admirable- es
el de bonaerense. Herejía so pena de
muerte que sólo podría enmendarse con una sarta de adulaciones como freno al
desprecio que este ejemplar intachable es capaz de lanzar con algún comentario
canchero y sagaz, para herir a su oponente con una pedantería filosa, a la que
acuden, en su mayoría, incluso cuando están de buen humor.
Es que el porteño no sólo es macho, europeísta, distinguido, maleducado
con altura, impecable en sus vestimentas, bien maquilladas y peinadas ellas, a
la última moda, de andar sexy y femenina hasta el tuétano, derecho y humano con
sus íntimos, progresista, orgulloso de su clase-media consolidada y pequeño-burguesa
con una instrucción académica que destila en cuanta oportunidad tiene, sea en
bares, taxis, colas de banco, esperando a que le cobren en el supermercado,
cruzando a las chapas semáforos en rojo, porque claro, siempre están apurados y
llegan tarde al encuentro trascendental con la gloria que saben propia aunque
nunca terminen de alcanzarla; a no confundirse, porque estos seres urbanos,
cuasi humanos, semidioses en un Olimpo
construido a su imagen y semejanza, que pecan porque les está autorizado por
sus jerarcas, chamanes encargados de transmutar valores comunitarios en
ilusiones cortoplacistas, conveniencias en tiempo y espacio que beneficien sus
intereses íntimos –cuando no su peculio, incrementándolo, en lo posible- son
esencialmente bien intencionados detrás de la máscara obligatoria que deben
portar para conseguir interactuar con el resto de los mortales.
Nunca evitarán asistir a un perdido caminante que requiera guía:
cicerones de lo imprevisto, darán indicaciones exactas y precisas, aunque
desconozcan por completo la dirección solicitada (un local jamás de los jamases
puede decir “no sé”, vocablos prohibidos en su lengua madre, castellano
cristalino, purísimo, carente de acentos contaminantes y matizado
armoniosamente con lunfardo, un
divertido argot mezcla de diversas influencias degradantes introducidas por
oleadas migratorias del Viejo Continente, a fines del siglo XIX, perfeccionado
por estas criaturas). Es que con justa razón, la de los vencedores -de batallas
imaginarias en las que probablemente ni el contrincante
sepa que participa contra él - este rara avis de la genética cosmopolita
convierte en oro lo que roza, en especial a nivel cultural, sin necesidad de
grandes esfuerzos o controvertidas maniobras del intelecto.
Desde la avenida con más kilómetros en el mundo mundial, pasando por la ‘calle
que nunca duerme’ -cualquier similitud de metáforas con ranchos del rango de New
York, París o Londres, es envidia de su lado-, el ambiente bohemio que se
respira en sus bares y cafés, la multifacética oferta en teatros, exposiciones
literarias, congresos sobre todo y nada, muestras de arte superlativas, invasión
de youtubers, y demás hierbas post-contemporáneas los entronan en la cima de
toda aspiración habida y por haber, cúspide de lo sublime. Quizá esta condición
etérea, ajena al mundanal suelo que pisan, los halla exentos de la superflua
preocupación por equipar dignamente sus hospitales, refaccionar y calefaccionar
escuelas (perfeccionar programas educacionales pasa a la esfera de lo
estrambótico), mejorar infraestructura de transportes y cada una de esas molestias
que forman parte de la órbita de lo público. Concepto vejado en la práctica de
su uso, pero obsoleto y precario dejado a un lado en pos de esa joya de la corona
que es lo privado. O acaso, ¿un buen habitante en ese Camelot sudaca, no se precia de enviar en lo posible a sus vástagos
a un instituto pago, como de tener un servicio de médico donde la palabra
sanatorio destierre la incómoda sombra de hacer largas filas de madrugada para
conseguir turno con un especialista mal remunerado?
Crème de la crème, deliciosas entidades
supra-naturales dignas de una investigación minuciosa publicada en entregas por
la National Geographic, nuestra más sentida admiración y loas. Onanista
práctica que os potencia como Alma Mater
del ideal samaritano urbano. Amén.
Eze Iraizoz
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