A (Bitter) Piece Of Cake
Cuando apoyó el vaso sobre la barra, A.F. supo que su suerte estaba
echada. Lo había apurado un poco más que el anterior, un whisky de calidad
amable que se dejaba deslizar por la garganta, desbarrancando a la altura del
pecho, con esa patada que las mulas de pura cepa saben ejecutar con brutal
maestría. Segunda ronda y necesitaba extender la velada, con una mezcla de falsa
valentía y candor infantil que no le sentaba nada bien, en un punto en que se
sentía incómodo pero activo, como si una hora antes hubiera encendido un piloto
automático imposible de apagar. El alcohol calmaba una sed ficticia, tan
psicológica como los nervios que por dentro lo consumían, activando una
verborragia que sólo algunos elegidos de rondas nocturnas conocían. Sentía que
por agradar apestaba a lugares comunes, citas absurdas, comentarios al pie de
página de un relato monótono. No dudo en pedir otra medida, apelando a su alma
de tahúr, mintiéndose sobre una racha inexistente, una definición innecesaria.
La última carta que ella le había enviado prometía un encuentro sin
tanta casualidad como el inicial, cuando se chocaron en una esquina cualquiera
de la misma ciudad, apenas conociendo la trama de sus respectivas vidas. Sólo
unas ocasionales frases sirvieron de disparador para continuar por medio de las
misivas. A.F. se había jurado no reincidir en el pecado de develar los
misterios de una dama que no fuera parte de su clientela; el destino juega con
un mazo sin marcar, por lo que traicionó sus palabras con amarga dulzura.
Mientras caía en la cuenta de su error la emisora que tenía clavada en su radio-transistor
excitaba el éter con un tema de Nina
Simone. Prendió, pausadamente, un cigarro. Estaba decidido a responder. Al
fin y al cabo, se notó contrariado por su reflexión, ‘el que no arriesga, no
gana’. Detestaba que tuvieran razón. La canción era Go to Hell.
Caminaba con delicadeza en cada paso que ejecutaba. No forzado, ni premeditado.
No le interesaba gustar: no conscientemente, adrede. Lo que volcaba en cada
gesto, o mirada, no dejaba de ser femenino a pesar de su desconfianza
exacerbada. Militaba en la duda al igual que un partidario convencido de las
beldades del movimiento al que adhería, un ‘a sol y sombra’ como prueba de fe
para una religión en la que ella comulgaba a fuerza de estocadas constantes, con
cicatrices que demoraban más de la cuenta en cerrarse. Nunca desafíes a un
animal herido, menos si es una leona, incluso si parece suavemente domesticada.
Su Cata-clismo era la fuente en la
que saciaba su sed. Aún así su encanto
permanecía incólume, también en los breves segundos en que una que otra zalamería
traspasaba el velo de su recelo (cuasi) congénito, por parte del novel
partenaire.
El tercer elixir de A.F. oscilaba entre la Gloria o Devoto. La luz, tenue, generaba un efecto rebote en el
vaso, que reflejaba con palidez el fortísimo azul de los ojos de la damisela -a
no confundir charme con pasividad- convirtiéndolo en un tono grisáceo que no le hacía honor al
original que ella ocultaba periódicamente tras un natural parpadeo. El juego de
los roles se mantenía sin modificaciones, de acuerdo al libreto establecido por
las convenciones socio-culturales del lugar y la época. Las intenciones,
sosegadas, precavidas, trazadas de antemano en cada uno de los invitados a una
cena sin menú, yacían sublimadas. Ella, la mujer incrédula por convicción, se
resistía a soñar en plazos; él, el caballero desmedido, pecaba de una buena
voluntad no requerida, desconcertado por la novedad de resetearse en lides
en las que saltaba sin red. Pidió el 4° scotch
con hielo, para enfriar el desfile de ideas.
Eze Iraizoz
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