Ultimo anochecer de A.F.

“Nada para ofrecer, nada para tomar”.

A.F. se zampó de ‘prepo’ las últimas dos aceitunas que le habían servido con su gin tonic –más de lo primero que lo segundo- y ojeó de refilón el salón que se abría en todo su decadente esplendor desde la esquina de la barra, de un hotel cualquiera, en una ciudad cualesquiera.

Iba por la tercera ronda y cierto sudor frío se mezclaba con la atmosfera calefaccionada de la estancia, sin por eso hacer mella en la intención de seguir bebiendo, coleccionando cubos de hielo que se derretían al compás de unas melodías tan nostálgicas como olvidables; lo mejor que podía sucederle era dejarse arrasar por la no memoria: la correntada del alcohol llevándose puesto todo en su interior. Lo acontecido esa misma tarde, pero más aún los recuerdos que asociaban ese necesario infortunio con lo que le hacía mella desde algo más que una década. O una y media. Mejor dejarse confundir, perderse en sí mismo. En el sutil machacar de ese mortero etílico que se consolida copa tras otra.

A.F. no contaba los minutos; tal vez las horas. Pero sabía que ella rondaría alguna de las mesas del salón tarde o temprano, con esa lascivia parsimonia que lo excitaba desde la cautela. Los escépticos como él se masturban dos veces para sacarse las dudas; miran por encima de su hombro tras una cena que los satisface, un whisky que los sublima o una dama que los transporta y les arrebata la posibilidad de convertirla en objeto.

Lo sabía, y lo negaba. Miró nuevamente el reloj y parpadeó (mezcla el alcohol en sangre y el efecto mortecino de las dicroicas que desdibujaban el entorno) para percibir, no sin cierta tensión, que la noche estaba por comenzar. Ella asomaba por uno de los accesos al restaurante de hotel.


E.I. 

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