Art
Cuentan que alguna vez el arte fue tan libre que en su
condición gratuita sine qua non no había más desafío que aquel de superar el
asombro de los mortales por medio de la provocación. Tan esencial como
indispensable, en todas sus facetas, seguía siendo la misma; inalterable
condición de pluralidad y -paradojas de la diversidad- nucleada en su unicidad,
como madre de la expansión creativa, de la posibilidad de desafiar lo
imposible.
Los siglos fueron transcurriendo y con ellos las décadas
cargadas de modas y clichés, en especial las que surfearon gran parte del siglo
XX, con el frenesí de la inmediatez y la necesidad exhausta de abarcar un paso
más allá de lo talentoso de la osadía. Cargada de estereotipos, manías y
cartulinas multicolores que terminaron por opacar en su tramo final esa magia
de frescura que se le atrevió en momentos claves de su anatomía, la
postmodernidad sucumbió sin estertores al producto que emergió de sus entrañas:
una contemporaneidad saturada de pasado pero remozada de un futuro ficticio,
vacío y falaz; una mueca obscena de lo que su progenitora anhelaba.
Así, con el tufillo del humo de una mecha que intentaba
explosionar la realidad circundante y llevar la imaginación al poder, su hija
maldita ha convertido a la esencia del carácter humano (el Arte como
manifestación primigenia de la Cultura) en un valor de mercado, ese padre
putativo que con astucia prostituye sus adopciones.
Todo arte, en la
nobleza y autenticidad de su representación, merece la compensación propia de
un sistema que “pretende” equilibrar la balanza entre lo que se elabora y la contraprestación
adecuada; pero el Arte sin el alimento básico, elemental y atómico del público
y su manifestación visceral sin intermedio del mercado, no es tal. Sólo es
espectáculo.
Eze I.
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