Reductos

                                            
El canto de las sirenas se oye cada vez más cerca, casi a la vuelta de la esquina, fácil de ver cuando tomen forma y dejen atrás el estruendoso sonido empapado del resto de los ruidos caóticos del lugar. Estos seres poco tienen de mitológico y bastante de tangibles, de espesos, con aquella solidez irritante a los ojos trasnochados por expectativa, rabia, temor; por esas bocas resecas de bronca y resentimiento y contradicciones de clase, que reciben el veneno poderoso que toman mansamente, incluso cuando se resisten chistando bajito.
¿O acaso la vara es única e impoluta, radiante de justicia equidistante?
¿Hay otra en los ideales civilizatorios impuestos -contrarios a la barbarie niveladora, salvaje, desnuda- que no sea esa que se estudia y describe, que se anhela, por la cual se mata preventivamente y se bendice en lenguas ajenas al rebelde (e ingrato) bendecido?  
Sentado en su sillón en cuotas manoteo el mando una vez más, con los dedos humedecidos por el chopp transpirado que acababa de apoyar sobre la mesa baja. Justo enfrente del plasma de 42 pulgadas que -también- había adquirido en decenas de cuotas, la mayoría por saldar. 
Cambió de canal. De noticiario a noticiero, mezcla de información con cataratas y banalidad  pseudo-académica. Miro sin escuchar, oyó sin observar. Saboreó sin sentir. Tragó. Siguió tragando. Rascó con las uñas apenas desaliñeadas su inflamado abdomen y eructo tímidamente.
Nadie tocaría a su puerta. Ninguno atravesaría su hall de entrada, arrebatado, hambriento o molesto por la contrariedad honda, provocativa. No percibiría asustado el eco de las pisadas subiendo a las corridas los peldaños de la escalera hasta el quinto piso. Jamás. Nunca sería aquello que colectivamente incidía en el miedo individual, cívico, occidental y cristiano, en ese espíritu clasemediero, lleno de sacrificios con recompensa y así y todo vapuleado por gentes -¿personas?- extrañas, difusas en sus contornos y sus tintes, lejanas en idiomas, costumbres, olores. Incomprensibles.
Apagó la tele. Miró sus incipientes arrugas en el espejo del pasillo, camino al baño. Apretó el botón, mientras cerraba con la otra mano la llave del agua caliente del bidé. Apagó la luz. Ajustó el radio-reloj. Apoyó la cana cabeza en la almohada y se durmió. Apenas se mosqueó, entre ronquidos y poluciones esquivas, de la letanía de flagelos cotidianos tamizados entre primicias y descuentos.   
  

                                                               Ezequiel I.
                                          

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