Laberinto de lunares


Cayó. Ligeramente la sangre invadió sus cavidades más profundas, sus recovecos más íntimos, como una jauría de canes hambrientos lanzada hacía la presa más suculenta. No vaciló. La duda era la certeza firme de que su instinto tomaba el cauce común con el latir de su válvula, con las pulsaciones eléctricas emanadas desde su piel, con el sudor cálido del contacto con ese continente perdido, virgen a su tacto en cada encuentro, musitando lujurias contenidas en las palabras sin sonido, esas que sólo se dicen con el resto del cuerpo. Creyó. En el paraíso de los infiernos descubiertos, no por sufrimiento, acaso por la temperatura elevada que su alma adquiría al sumergirse en el laberinto de su esencia, húmeda. Sofocante. Tembló. De emoción pausada, lenta, tímida, para no quebrar el hechizo. Para evitar la condena del escéptico que piensa en la digestión antes de acabar el delicado y pasional banquete.                                                                                                                                                                                                                                    Se relamió con los recuerdos erectos en su memoria. Detallados por el deseo. Disfrutados por los sentidos.
Escuchó. Miró. Saboreó. Olió. Acarició.
Pero, principalmente, conjugó. Y se dejó ir. 


Ezequiel I.

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