Sacu...

                                                                                  
Pensaba que el camino era el mismo, un eco casi vacuo de las sensaciones huecas que llenaban los espacios entre un instante y otro. Siguió dando pasos, más lentos, más cortos, menos dinámicos, desanimados o tan sólo mecánicos; el reflejo proyectado de una copa a medio llenar con sabor a vino agrio, con las palpitaciones fantasmales de la repetición. Con leves variables. Medidas, calculadas, irritantemente simétricas.

Emanaba. De su rostro sutilmente añiñado -quizás por la voluntad, tal vez por la pasión contenida en desazón acumulada- sus alicaídos párpados ocultaban, fatales, una mirada triste, perdida; encontrada. Miró primero. Observó después. Unió su eléctrica carga, la tensión que separaba. La chispa que encendió la mecha hacia ninguna parte: hacia cada uno de sus incorrectos lados...

Implosionaba. Precisó su ego en la maliciosa sonrisa de el rostro de ella. Admiró la informe mancha descansando cerca de la frontera con su nariz.  Olfateó su instinto. Saboreó su deseo. Mapeó su epidermis. Sació la sed mutua, particular y compartida, propia y ajena. Escuchó su apenas profunda voz que tan hondo le cala.

La acompañó; lo acompañó. Se acompañaron. Clavaron directamente sus sentidos, sus mochilas y sus desesperanzas el uno en el otro, y viceversa. Sienten la descarga. Ese amor que hace que en cada incontable segundo sigan sintiendo la Sacudida.


Ezequiel I.

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