La gran estafa

 
Hombres de poca fe. Ninguna aseveración más compleja e intrincada serviría para describir con tanto ahínco la sorpresa, el descontento, angustia y posterior desesperación de los ingenuos apostadores traicionados por está mala racha mundial, amén de la arraigada confianza en las instituciones que durante décadas del siglo pasado, y la primera en transitar de este, los mantuvo adictos a una timba con todas las de la ley. 
Estadísticas, cifras abultadas y números solitarios, han paseado durante las últimas semanas en la casi totalidad de los medios gráficos y audiovisuales del globo terráqueo e incluso consiguieron materializarse en las mentes de aquellos oyentes radiales más propensos a las charlas de tertulia o melodías repetitivas, que a los vaivenes de los índices bursátiles. Desde un extremo al otro –no tan sólo en lo geográfico, sino en especial en lo ideológico- llovieron las críticas a un sistema en presunta decadencia, se anunció el “ocaso de de los ídolos” y el “fin de la historia” económica tal cual la concebimos (olvidando que Francis Fukuyama ya lo había decretado en los dorados ’90, acuñando la frase con un perfil tan o más pérfido aún) y otros tantos comentarios catastróficos, propios de una edición deluxe de las profecías de Michel de Nostradamus que de un análisis puntilloso y esclarecedor. 

Como destaca claramente el documentalista británico Adam Curtis en La trampa: Qué pasó con nuestros sueños de libertad, el mercado financiero ha ocupado progresivamente desde el comienzo de la Guerra Fría el espacio que la política abandonó en pos de un ideal mayor, de prosperidad individual no intervencionista. La maquinaria del Estado concebida como una vetusta red de engranajes burocráticos que debían ser reducidos, cuando no eliminados, en favor de una “mano invisible”, capaz de regularse por medio de las mismas fuerzas en puja que, de manera independiente y ordenada, consolidaban el equilibrio financiero internacional. A punto de desbordar en cualquier instante, la copa de la abundancia económica –reemplazando camarones con salsa Golf por acciones, bonos, divisas y demás virtuales ganancias- parecía la cura a todos los males conocidos: la posibilidad, de una vez y para siempre de erradicar las antípodas. O algo bastante similar, ya que los ricos seguirían en la cúspide de la pirámide “alimenticia” de una sociedad de consumo más concentrada, pero no por eso menos justa con los millones sin acceso a satisfacer sus necesidades básicas. 
Con el aumento de la riqueza entre los colosos de la economía (acostumbrados a minimizar costos para maximizar ganancias; o sea, ajustar el cinturón de sus trabajadores y nunca el propio) devendría el derrame hacia los sectores postergados, inevitable en esta lógica matemática de salón, medible, trazable y, ante todo, conveniente. Sobre todo si se tiene en cuenta que los pobres en líneas generales poseen una envidiable capacidad para adaptarse a la nefasta realidad que les toca en suerte y de la cual, con la inestimable ayuda de compañías, bancos, organizaciones y gobiernos, parece que jamás saldrán. 
Semejante panorama estimuló la utopía capitalista de un mundo mejor, avalado por un control sin presencia estatal, limitado por la ética de lo intangible, paradoja de un paquete de medidas tendiente a regular calculadamente la existencia de sus habitantes. Cual huracanes, y con una periodicidad en ascenso, los “efectos” -léase desperfectos- de estas políticas especulativas anunciaron a quienes quisieran prestar atención el principio de una avalancha que terminaría con el estallido de la mentada burbuja que acaba de explotar en sus narices. 

No hay peor sordo que el que no quiere oír. Pronto, los tentáculos de la desestabilización presionaron hasta ahorcar a los eslabones débiles que escasos meses antes ostentaban una envidiable salud, el ejemplo de una élite que promovía el “american way of life”, la apuesta como estilo de vida en contraposición a horas de trabajo real, a la recompensa como esfuerzo, al sentido de comunidad. La ruleta permanecía en movimiento. Mientras tanto, los niveles de dinero carente de respaldo concreto flotaban en la falacia de un mercantilismo de cartón pintado. Perdedores de a miles: suba del desempleo, gobiernos dispuestos a absorber multimillonarias deudas del sector privado a costa de los ingresos públicos, agentes inmobiliarios en la quiebra y “corralitos” emergentes en países del primer mundo. 

Triunfadores? Los mismos sospechosos de siempre, “cicerones de la ruta del mal, mercachifles del vacío total”, cantaría Joaquín Sabina frente a estos grupos de facinerosos en impecables trajes Dior, camisas de seda a tono y corbatas en composé. La crème de la crème en la aristocracia del poder contante y sonante. En una reciente entrevista al magnate George Soros, cuando se le consultó, con salvada obviedad, acerca del impacto de la crisis financiera internacional en sus negocios, respondió lacónico: “Pérdidas no hemos tenido”. Voz ausente en temas a gran escala, los pobres del mundo se preguntan enmudecidos qué es eso de la “mano invisible” que regula el mercado, desconociendo que especialistas, arquitectos y artífices del modelo ahora la buscan desconsoladamente. Al fin de cuentas la diosa fortuna castiga a los otrora ortodoxos, ahora hombres sin fe, mientras tímidamente se escucha un “no va más” que se repite, como cortina de fondo.


Ezequiel I.

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